La fugacidad de la vida nos abruma cuando
creemos que ya hemos experimentado todo lo que podríamos vivir, cuando el
tiempo pasa y ves cómo poco a poco todos nuestros sueños y expectativas se
escapan de nuestras manos. Ese no es el fin de una era, si no el principio de
aceptación de una nueva realidad, la de verdad.
Cuando dejamos de esperar que nos ocurra lo que
tanto habíamos ansiado y anhelado —que puede ir desde alcanzar el amor platónico
o el trabajo soñado hasta el más desgarrado deseo de libertad absoluta—, es
cuando comenzamos a vivir de una forma plena, sin las limitaciones que nosotros
mismos nos establecemos para alcanzar ese esperado y meticulosamente planeado
final. Al fin y al cabo, ¿hasta qué punto puede ser sano sobrevivir alimentados
de un deseo o fantasía que llega a privarte de la capacidad de guiarte por tu
destino? Y sin embargo, en ocasiones es tan atrayente el hecho de sustentar la
existencia a través de la espera de los acontecimientos que aguardamos con
tanto fervor, que preferimos vivir enfrascados en esa plácida utopía y llegamos
a rechazar la idea de aceptar nuestra realidad fuera de ese delirio.
Pero si la mayoría del tiempo viviendo en esa
fantasía es más plácido y satisfactorio que todas las vivencias experimentadas
en la vida real, ¿es realmente perjudicial procurar tu felicidad a través de la
imaginación y la esperanza? Lo cierto es que no lo creo. Probablemente
abandonar esas ilusiones para entregarte en cuerpo y alma a lo que debe ser la
vida factible y convencional, es quizás verse derrotado ante tu propio ser.
Es maduro y responsable aceptar tu vida y
evolucionar en ella dentro de sus posibilidades, pero es humano y tentador el
guiarte por los deseos y pasiones más fervientes, pudiendo llegar a merecer la
pena luchar por ser lo que uno se propone. Ambos planos de la vida pueden
compaginarse de una forma saludable para nuestro cuerpo y alma.
Por ello, y por lo que a mí respecta, sólo me
veré rendida ante mis sueños en el momento que exhale el último aliento vital
que emane de mis pulmones, y el hecho de haber pasado la vida persiguiendo el
destino que yo misma he querido imponerme ya habrá merecido la pena, porque solo
así sabré con certeza que soy dueña de mí misma.